La lenta recuperación de la ballena jorobada

La ballena jorobada o Megaptera novaeangliae es uno de los cetáceos con mayor distribución geográfica, podemos encontrarla en todos los océanos y mares excepto en el Mediterráneo. Es fácil de avistar en zonas costeras y cerca de islas, también en océano abierto cuando está migrando. A finales del siglo XIX y durante la primera mitad [...]

La ballena jorobada o Megaptera novaeangliae es uno de los cetáceos con mayor distribución geográfica, podemos encontrarla en todos los océanos y mares excepto en el Mediterráneo. Es fácil de avistar en zonas costeras y cerca de islas, también en océano abierto cuando está migrando.

A finales del siglo XIX y durante la primera mitad del XX la ballena jorobada fue cazada en diferentes lugares del planeta, es por ello por lo que hoy en día sus poblaciones se encuentran diezmadas, aun así, parece que las poblaciones se están recuperando. Igual que ocurría con nuestra ballena franca o de los vascos, la jorobada era fácil de avistar y cazar debido a sus hábitos costeros y su lento desplazamiento.

La Comisión Ballenera Internacional decidió protegerla en 1966, y desde entonces su caza es mínima. No obstante, corre otros riesgos, como quedar enmallada en redes de pesca, colisionar con embarcaciones rápidas o quedar afectada por la contaminación acústica que genera la exploración de los recursos marinos.

Sus robustos cuerpos pueden llegar a medir entre 14 y 16 metros y tiene unas enormes aletas pectorales de hasta 3 metros de longitud. A lo largo de la expedición las hemos avistado en diferentes lugares del Océano Atlántico pero, sin duda, fue en la Antártida donde más sentimos su cercanía, corpulencia y presencia. Resultó fácil avistarlas e identificarlas gracias a su característica manera de alimentarse en grupo, sacando parte de la cabeza al exterior y mostrando la cola al sumergirse. Además, su tendencia a realizar saltos y golpes de aleta la diferencia de las demás especies.

Se trata de los mamíferos que recorren las distancias más largas, en ocasiones viajan hasta 8.000 km en busca de alimento o hacia las zonas reproductivas. Se alimentan de plancton y, según la zona, peces pelágicos o krill en la Antártida.

En ocasiones, los machos solitarios ejecutan complejos sonidos denominados “cantos de sirena” para atraer a las hembras que duran días.